Diciembre llega con ese algo mágico que sensibiliza profundamente. Son tantas las emociones y sentimientos que en lo inefable de su llegada, sentimos el espíritu de la navidad que supera cualquier adversidad e invita a la preparación del corazón que ha de servir de eterna morada al Salvador.
Sin perder su esencia el misterio de la Navidad ha trascendido, más allá del tiempo y el espacio, su dimensión es infinita y esplende con flamante luz a todo el Universo.
Marco propicio para comprender el verdadero sentido de la vida, para dar valor a la naturaleza humana, para permitirnos el lujo de alcanzar con humildad y desprendimiento las cosas que a simple vista no podemos atisbar, para apreciar todo lo que llevamos dentro, esa felicidad que a veces nos parece inalcanzable y que sin dudas se atesora en nuestro ser, más allá de cualquier vanidad.
Sublime el encuentro del amor que desde Belén nos cobija, lo abrazamos en el brillo del lucero, en el crepúsculo melifluo, en la visita de la Luna de Adviento, en el rocío, en el amanecer, en el trinar matutino besado por la niebla, la ventisca y el silencio.
Adagio que enternece y proclama con amor y para el amor, el evangelio supremo de anunciación, aceptación, convencimiento y fidelidad que no ha podido ser superado, la alianza vital del creador con la existencia, la entrega de su bondad y misericordia para con toda la humanidad, a través del más excelso de los misterios que han acariciado con júbilo y gloria al peregrino Verbo para habitar entre nosotros y con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.
Tal ha sido su promesa que seguimos tomados de su mano, vivimos en su presencia, sentimos el alivio diáfano del perdón, la sabia reconciliación, el poder de la palabra y el ejercicio del amor por encima de las flaquezas e iniquidades.
De tal manera nos ofrece las primicias de su entrega paciente, equilibrada, sosegada y al mismo tiempo comprometida con la esperanza y el poder milagroso de la fe. Esa que nos hace ver el rostro del amor, tocar su esencia, palpar su textura, oler su aroma, percibir su entereza y discernir con claridad y franqueza, sin importar las penurias, circunstancias y desafiantes avatares, porque su amor es dadivoso, consolador e inexorable. Un amor que no se deja vencer con burdos ruegos, ni con falacias ni anatemas, un amor limpio sin egoísmos, que no puede ser jamás caprichoso y no se deja someter por la crueldad y el odio. Un amor que busca la paz, la armonía, que considera el respeto como una gema preciada, que no impone ni juzga, un amor que busca sus propias fortalezas y no claudica ante las debilidades. El mismo amor que nos entrega a María como nuestra Madre y a Jesús como el sagrado regalo de la Navidad!
Doy gracias a ese amor, a su llegada
al gozo imaginado, a las primicias,
al canto inspirador, a las albricias
y al eco del perdón en la alborada.
Doy gracias a esa fe que no claudica,
que busca en cada cruz solo victoria
cargando nuestras penas, nuestra euforia
en tanto la verdad se multiplica.
Mil gracias Navidad, gracias María,
doy gracias al Señor que nos congrega
y al santo sacrificio cual entrega
genuina de la paz y su ambrosía.
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